En los estrados, como en el ruedo, no hay lugar para el perdón, ni para los despistes, lo que el abogado dice o calla es confirmado en la sentencia para toda la eternidad y el cliente puede pagar con años del fruto de su trabajo, o con una buena cornada, el imperdonable error de su abogado: "Haber podido hacerlo mejor". El arte de abogar en derecho de consumo, como el de torear, requiere temple, elegancia, mando, inteligencia, vocación, técnica, entrenamiento y estudio. Mucho estudio. Abogar es enamorarse de la luna y hacerla compañera de noches de soledad, silencio e investigación. Abogar es soñar con poder cambiar el mundo –¡qué digo el mundo, el universo!– desde el minúsculo espacio de nuestros despachos. Abogar es creer que esos sueños son posibles y no dejar de perseguirlos a pesar de la jurisprudencia contraria a nuestras pretensiones. Abogar es unir la razón y el corazón.

Abogar produce una sensación indescriptible, sobre todo cuando con entusiasmo y devoción te entregas a la noble causa de defender a los consumidores frente a situaciones injustas o abusivas impuestas por astados poderosos cuyas normas parecen ser incuestionables.

Abogar en consumo, es togarse en humildad, en el silencio de la sala de letrados, y concentrado en tu objetivo, hacer el paseíllo hasta el estrado, desplegando tus secretas notas, para enfrentarte a poderosos morlacos que han sido entrenados para embestir sin piedad a quienes osen al